Torpezas
Miro el despertador y se me hace un nudo en el estómago. Hoy hay que volver al
trabajo y habría deseado que no llegara nunca este día. Pero no porque tenga síndrome
postvacacional, no. Es porque me he vuelto torpe. Mejor dicho, soy gafe, porque mis
torpezas sólo ocurren cuando está cerca el hombre del que estoy enamorada.
Todo empezó cuando nos asignaron como compañeros de equipo. Aunque llevo años
enamorada de él, logré no parecer demasiado estúpida, pero luego, en la máquina de
café, cuando fui a darme la vuelta su precioso trasero me distrajo y le eché el cappucino
hirviendo encima. Mortificada, hice cuanto pude por ayudarle, pero sólo logré extender
más la mancha.
Otro día se me cayó algo al suelo y al ir a recogerlo le puse la zancadilla, tropecé y, por
no caerme, le pisé con el tacón de aguja. Si todo hubiera quedado ahí muy bien, pero
es que dos días después, intentando arreglar una grapadora problemática, una grapa
saltó y casi le saco un ojo. Y así siempre, no hubo semana que no pasara algo. El último
día que le vi acababa de tirar una caja llena de informes encima de su cabeza y salí
corriendo nada más decirme él:
-¡Tú intentas matarme!
***
Aquí estoy, otra vez, en la puerta del despacho de mi jefe. Me va a despedir, seguro
que piensa que soy una psicópata. Pero no, no me despide y encima me dice que voy
a formar equipo con él otra vez. Me acerco con miedo a la sala de trabajo que nos han
asignado y, armándome de valor, entro por la puerta.
Él, que está recogiendo algo del suelo, de los nervios seguramente, se da la vuelta y me
da un codazo en el estómago. Me doblo del dolor y, cuando intenta ayudarme, me da
un cabezazo. Al separarse de mí, se apoya en la puerta y la cierra… con mis dedos en
medio.
-¿Pero qué pasa contigo? ¡Yo no intentaba hacerte daño, no hay por qué vengarse! –le
grito incapaz de razonar por el dolor.
***
He pasado veinte minutos en la enfermería de la empresa, con un buen chichón, la
mano hinchada y dolor de estómago. Alguien llama a la puerta y yo gruño como si fuera
un animal. Él, que ha interpretado ese gruñido como un “puedes pasar” asoma la cabeza
y me muestra una flor. Me sonrojo mientras me explica que este verano se ha dado
cuenta de que yo hago su vida más interesante y que me ha echado mucho de menos,
que se puso nervioso y los nervios le hicieron torpe. Consigo decirle que a mí me pasó
lo mismo, que le quiero desde hace años y que nunca quise hacerle daño.
Cuando entra la enfermera de nuevo, nos encuentra besándonos apasionadamente y
carraspea.
-Bien, por fin. A ver si así se acaban los accidentes de una vez por todas –dice con los
brazos en jarras.
Miro el despertador y se me hace un nudo en el estómago. Hoy hay que volver al
trabajo y habría deseado que no llegara nunca este día. Pero no porque tenga síndrome
postvacacional, no. Es porque me he vuelto torpe. Mejor dicho, soy gafe, porque mis
torpezas sólo ocurren cuando está cerca el hombre del que estoy enamorada.
Todo empezó cuando nos asignaron como compañeros de equipo. Aunque llevo años
enamorada de él, logré no parecer demasiado estúpida, pero luego, en la máquina de
café, cuando fui a darme la vuelta su precioso trasero me distrajo y le eché el cappucino
hirviendo encima. Mortificada, hice cuanto pude por ayudarle, pero sólo logré extender
más la mancha.
Otro día se me cayó algo al suelo y al ir a recogerlo le puse la zancadilla, tropecé y, por
no caerme, le pisé con el tacón de aguja. Si todo hubiera quedado ahí muy bien, pero
es que dos días después, intentando arreglar una grapadora problemática, una grapa
saltó y casi le saco un ojo. Y así siempre, no hubo semana que no pasara algo. El último
día que le vi acababa de tirar una caja llena de informes encima de su cabeza y salí
corriendo nada más decirme él:
-¡Tú intentas matarme!
***
Aquí estoy, otra vez, en la puerta del despacho de mi jefe. Me va a despedir, seguro
que piensa que soy una psicópata. Pero no, no me despide y encima me dice que voy
a formar equipo con él otra vez. Me acerco con miedo a la sala de trabajo que nos han
asignado y, armándome de valor, entro por la puerta.
Él, que está recogiendo algo del suelo, de los nervios seguramente, se da la vuelta y me
da un codazo en el estómago. Me doblo del dolor y, cuando intenta ayudarme, me da
un cabezazo. Al separarse de mí, se apoya en la puerta y la cierra… con mis dedos en
medio.
-¿Pero qué pasa contigo? ¡Yo no intentaba hacerte daño, no hay por qué vengarse! –le
grito incapaz de razonar por el dolor.
***
He pasado veinte minutos en la enfermería de la empresa, con un buen chichón, la
mano hinchada y dolor de estómago. Alguien llama a la puerta y yo gruño como si fuera
un animal. Él, que ha interpretado ese gruñido como un “puedes pasar” asoma la cabeza
y me muestra una flor. Me sonrojo mientras me explica que este verano se ha dado
cuenta de que yo hago su vida más interesante y que me ha echado mucho de menos,
que se puso nervioso y los nervios le hicieron torpe. Consigo decirle que a mí me pasó
lo mismo, que le quiero desde hace años y que nunca quise hacerle daño.
Cuando entra la enfermera de nuevo, nos encuentra besándonos apasionadamente y
carraspea.
-Bien, por fin. A ver si así se acaban los accidentes de una vez por todas –dice con los
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