Un Mensaje
Elena empujó la verja y entró al jardín. Hacía muchísimos años que no iba allí y la belleza de las
hojas otoñales pintando el suelo y las bancas de colores rojizos le robó el aliento.
Caminó lentamente por el indefinido pasillo, acariciando los arbustos y las ramas sin flor que se
mantenían erguidas y orgullosas al sol. Pasó ante la fuente, donde un angelito gris volcaba un
suave chorro de su cántaro al agua donde, en otros tiempos, nadaban los peces. Se inclinó a ver,
recordando cuando solía ir a comprarle deseos al ángel y encontró que ahora aquel era el hogar de
las hojas desamparadas que arrastraba el viento.
Suspirando con pesar, siguió caminando hasta el final del pasillo. Era inevitable que terminara allí,
de pie ante el árbol que durante tanto tiempo la vio sonreír y la escuchó llorar. Su aspecto era
igual de impresionante que entonces, su presencia dominaba el lugar.
Lo miró sintiendo pasar entre ellos todos los demás encuentros. Sintió que nuevamente volvía a él
a compartirle una nueva marca que le dejaba la vida, que el ciclo de su dolor no se cerraba hasta
ese momento que podía estar ante el árbol que la vio crecer y la ayudó a sanar.
Se acercó al tronco y apoyó la mano en su áspera superficie.
Estuvo así durante un par de minutos, hasta que sintió que la paz volvía a invadirla y la vida le
pesaba menos.
Luego abrió los ojos y lentamente fue girando a su alrededor, acariciando la dura corteza y
dejando que los recuerdos volvieran a ella.
Había crecido en aquel jardín. Durante buena parte de su infancia jugó en soledad escondida entre
las flores, subiendo a las ramas de los árboles, cantando junto a la fuente. A medida que crecía,
su soledad encontraba refugio en aquel lugar, y pronto los juguetes fueron sustituidos por libros y
diarios íntimos.
Y una mañana, mientras miraba la nada con la mano suspendida sobre una hoja en blanco, vio al
chico que le robaría el corazón.
Luis. Él era nuevo en la ciudad, venía desde muy lejos y se quedaría por mucho tiempo. Estaba
de pie del otro lado de la verja, sosteniendo con negligencia un rastrillo y escuchando con gesto
hastiado lo que le decía su tío. Parecía querer estar en cualquier otra parte menos allí.
Y pareció querer estar muy lejos de ella todo el tiempo que tuvieron que compartir. Cada
encuentro, cada diálogo por más breve que fuera, cada mirada que cruzaban, la ataba más a él
mientras Luis hacía lo imposible por alejarla.
Elena se cansó de intentar conquistar un corazón que no quería ser conquistado. Se cansó de
buscarlo y de esperar un gesto amable que le diera esperanzas.
El tiempo, como suelen decir, fue el que solucionó todo y un buen día Elena tomó sus cosas y se
marchó a iniciar una nueva vida. No volvió ni una sola vez en esos doce años. Nunca supo más de
Luis.
Estudió, consiguió hacerse un lugar en el mundo de la publicidad. Se enamoró de nuevo, se casó.
Y ahora volvía al que fuera su hogar para rehacer las piezas de su vida, como hiciera la vez que se
marchó.
Desde detrás del árbol vio hacia fuera del jardín y un reflejo de la memoria pareció conjurar
brevemente la imagen de Luis, el chico al que amó por más de diez años, al que le había entregado
los últimos sentimientos infantiles y le había obsequiado los suspiros y ensoñaciones de su
juventud.
Pero en seguida la imagen se perdió en el recuerdo y sólo quedó ella.
Rozó una vez más la corteza y entonces fue cuando su mano percibió una marca. Se inclinó a
ver y aunque en un principio tuvo la impresión de estar imaginando cosas, tuvo que aceptar que
su mente no volvía a jugarle una mala pasada. Con un dedo delineó «E y L» y el corazón que los
encerraba y su propio corazón saltó conmocionado.
Eso no lo había hecho ella. Sus corazones siempre los dibujó sobre el papel y los dejó ir entre las
llamas del fuego una y otra vez.
Pero aquel corazón latía con la vida del árbol y perduraría más allá de su muerte. Ese corazón lo
habían tatuado allí después de que se marchara, lo sabía, pues de otro modo lo habría visto antes.
Sorprendida por su descubrimiento, Elena se alejó del árbol, deshizo el camino y salió del jardín.
Suponía que al fin había llegado la hora para hacer una visita especial.
Elena empujó la verja y entró al jardín. Hacía muchísimos años que no iba allí y la belleza de las
hojas otoñales pintando el suelo y las bancas de colores rojizos le robó el aliento.
Caminó lentamente por el indefinido pasillo, acariciando los arbustos y las ramas sin flor que se
mantenían erguidas y orgullosas al sol. Pasó ante la fuente, donde un angelito gris volcaba un
suave chorro de su cántaro al agua donde, en otros tiempos, nadaban los peces. Se inclinó a ver,
recordando cuando solía ir a comprarle deseos al ángel y encontró que ahora aquel era el hogar de
las hojas desamparadas que arrastraba el viento.
Suspirando con pesar, siguió caminando hasta el final del pasillo. Era inevitable que terminara allí,
de pie ante el árbol que durante tanto tiempo la vio sonreír y la escuchó llorar. Su aspecto era
igual de impresionante que entonces, su presencia dominaba el lugar.
Lo miró sintiendo pasar entre ellos todos los demás encuentros. Sintió que nuevamente volvía a él
a compartirle una nueva marca que le dejaba la vida, que el ciclo de su dolor no se cerraba hasta
ese momento que podía estar ante el árbol que la vio crecer y la ayudó a sanar.
Se acercó al tronco y apoyó la mano en su áspera superficie.
Estuvo así durante un par de minutos, hasta que sintió que la paz volvía a invadirla y la vida le
pesaba menos.
Luego abrió los ojos y lentamente fue girando a su alrededor, acariciando la dura corteza y
dejando que los recuerdos volvieran a ella.
Había crecido en aquel jardín. Durante buena parte de su infancia jugó en soledad escondida entre
las flores, subiendo a las ramas de los árboles, cantando junto a la fuente. A medida que crecía,
su soledad encontraba refugio en aquel lugar, y pronto los juguetes fueron sustituidos por libros y
diarios íntimos.
Y una mañana, mientras miraba la nada con la mano suspendida sobre una hoja en blanco, vio al
chico que le robaría el corazón.
Luis. Él era nuevo en la ciudad, venía desde muy lejos y se quedaría por mucho tiempo. Estaba
de pie del otro lado de la verja, sosteniendo con negligencia un rastrillo y escuchando con gesto
hastiado lo que le decía su tío. Parecía querer estar en cualquier otra parte menos allí.
Y pareció querer estar muy lejos de ella todo el tiempo que tuvieron que compartir. Cada
encuentro, cada diálogo por más breve que fuera, cada mirada que cruzaban, la ataba más a él
mientras Luis hacía lo imposible por alejarla.
Elena se cansó de intentar conquistar un corazón que no quería ser conquistado. Se cansó de
buscarlo y de esperar un gesto amable que le diera esperanzas.
El tiempo, como suelen decir, fue el que solucionó todo y un buen día Elena tomó sus cosas y se
marchó a iniciar una nueva vida. No volvió ni una sola vez en esos doce años. Nunca supo más de
Luis.
Estudió, consiguió hacerse un lugar en el mundo de la publicidad. Se enamoró de nuevo, se casó.
Y ahora volvía al que fuera su hogar para rehacer las piezas de su vida, como hiciera la vez que se
marchó.
Desde detrás del árbol vio hacia fuera del jardín y un reflejo de la memoria pareció conjurar
brevemente la imagen de Luis, el chico al que amó por más de diez años, al que le había entregado
los últimos sentimientos infantiles y le había obsequiado los suspiros y ensoñaciones de su
juventud.
Pero en seguida la imagen se perdió en el recuerdo y sólo quedó ella.
Rozó una vez más la corteza y entonces fue cuando su mano percibió una marca. Se inclinó a
ver y aunque en un principio tuvo la impresión de estar imaginando cosas, tuvo que aceptar que
su mente no volvía a jugarle una mala pasada. Con un dedo delineó «E y L» y el corazón que los
encerraba y su propio corazón saltó conmocionado.
Eso no lo había hecho ella. Sus corazones siempre los dibujó sobre el papel y los dejó ir entre las
llamas del fuego una y otra vez.
Pero aquel corazón latía con la vida del árbol y perduraría más allá de su muerte. Ese corazón lo
habían tatuado allí después de que se marchara, lo sabía, pues de otro modo lo habría visto antes.
Sorprendida por su descubrimiento, Elena se alejó del árbol, deshizo el camino y salió del jardín.
Suponía que al fin había llegado la hora para hacer una visita especial.
0 Corazones:
Publicar un comentario